Me dijo «abraza la extrañeza» y en ello estoy.
Estoy, por ejemplo,
en el pub irlandés de una colonia guiri de la playa de Alicante el dos de enero con una camiseta puesta de Ataque a los titanes. Era lo único verde que tenía a mano y el verde es el color del Celtic de Glasgow. He venido a apoyarlos en el derby (?) contra los Rangers (?!), equipo vecino y rival de toda la vida. Me han invitado unos amigos que veranean cerca de la colonia y que por lo visto se pasan los agostos montando tal guardia en la barra del pub que ya son prácticamente miembros honoríficos de la peña local. Unos amigos, también, a los que no veo mucho y cuyo mundo quiero compartir más, así que estoy, eso, viendo un partido de fútbol de la liga escocesa a 45 minutos en coche de Murcia y diciendo cheers, mate! cada vez que un señor rubio borracho me pasa el turno del urinario.
Me invitaron a este plan raro durante una partida de Código Secreto a las dos de la mañana de un lunes, otro plan raro en sí mismo, y no esperé ni a googlear qué era «Celtic de Glasgow» para decir que sí. El plan (el plan-plan) ahora es decir que sí a todo, apuntarme a un bombardeo, abrazar la extrañeza. Me dijo otro colega que la depresión tiene siempre la misma textura, la de la familiaridad asquerosa de las sábanas sin cambiar, y que es bueno desbaratar esa homogeneidad con otras texturas distintas, con comida de colores, con especias que huelan fuerte, en fin, haciendo cosas raras, y en ello estoy.
Estoy, por ejemplo,
jugando mi primera partida de cartas Magic después de tomarme las uvas. Una noche hace unos meses descubrí que uno de mis mejores amigos de toda la vida es un soberano friki de este juego de cartas coleccionables de ¿fantasía? y ¿estrategia? y yo no sabía nada del tema, así que, en pleno delirio por desmoronamiento vital, decidí aprender todo lo que pudiera cuanto antes para poder compartir aquello con él. Estuve haciéndole preguntas hiperespecíficas durante horas y, a la semana siguiente, cuando ya estaba de vuelta en Madrid, me mandó entrar en una tienda de juegos de mesa de Embajadores y decir la frase para mí todavía incomprensible «quiero un sobre de Foundations en inglés». Debió verme el dependiente tal pinta de perdido que me dijo «tienes cara de azul» (?!?!) y me regaló un mazo de iniciación. He estado paseando las cartas en la mochila el resto del año y ahora llevo en el maletero del coche un manga de Magic que se vendrá conmigo dos días después hasta el pub de la peña del Celtic. Me decidí a que me gustase algo que no había probado nunca solamente porque quería que me gustase, y en ello estoy.
Estoy, por ejemplo,
haciendo cola para mear en otro urinario en la madrugada de año nuevo. Aquella noche de Código Secreto vi al resto de jugadores de la mesa horrorizarse un poco cuando les dije a dónde pretendía salir en nochevieja. Los demás iban a ir a una fiesta bastante digna en el centro, yo a un antro de las afueras. Adoro los antros, no hay ni gota de ironía en esto. Mi teoría es que el efecto de taladro cerebral que buscamos en las fiestas de electrónica la gente tocada es más fuerte cuanta más angustia da el local. Me parece muy emocionante explorar potencias en la música matraquera que tengan más que ver con los encuentros, los devenires y todas estas lecturas deleuzianas que hace Ana Gorostizu en el chulísimo libro El arte sin órganos; dicho esto, yo a veces estoy en sitios de estos simplemente persiguiendo el estado más parecido posible a no estar.
Llevo desde que leí el libro dando vueltas a una idea en concreto: la de la fiesta como una especie de oasis de fin de semana que ayuda al trabajador posindustrial a seguir chupando desierto de lunes a jueves y vuelta a empezar. «¿Cuántos de nuestros cuerpos no soportarían la ordenación habitual de la rutina, si no pudiesen acceder a la liberación que permite el baile, si no experimentaran esa reconciliación casi mítica con los demás, inseparable de la acción de bailar?»1, cita Ana de otro texto. La fiesta como un rito cuya función última sería, entonces, el mantenimiento del statu quo, desvanecido solo en lo aparente durante el desmadre y restaurado enseguida por la resaca y el curro de la mañana siguiente. Es una visión que me incomoda bastante —seguramente por ser más realista que los análisis algo pasados de vueltas de la cultura rave que hacían mis panas Fisher o Reynolds—, pero no por eso peor. El hecho es que la cultura del EDM en España a veces se parece a las raves libres en los bosques que encandilaban a aquellos dos hace veinte años, pero a veces toma también la forma de un tugurio con entrada de pago, cerveza cara y gente malrollera.
En esta fiesta de año nuevo —que definitivamente no es del primer tipo— estoy, eso, haciendo cola para mear en otro urinario y aquí nadie dice cheers, mate! cuando le dejan hueco. De hecho, prácticamente nadie mea en los urinarios. La cola grande es para entrar al cubículo del aseo a meterse; hay un chaval todavía a cinco o seis personas de la puerta que no se aguanta y rasca en la fila un grumo de coca de la papela sin ayuda de llaves ni carnés, directamente con la yema del dedo, como quien come Nocilla del tarro. En los sumideros de los urinarios hay tirados nuevos chivatos de plástico cada vez que volvemos al baño y los chorros de meado entran a medias por las pequeñas aberturas de las bolsas, disolviendo lo que los riñones nos sacan del cuerpo con los restos de lo que fuera que contuviesen antes de que las lanzaran ahí. Tomando el fresco fuera, Sergio y yo hacemos dos amigos de esos que solo se hacen en las peores discotecas. Se regañan entre ellos tirándose de las camisetas cuando creen estar molestándonos y no tenemos claro si en cualquier momento arrancarán a follar o a pelearse. Gente sin duda inapropiada en algún sentido pero maja, como duendes noctívagos que no te imaginas volviendo a ningún tipo de vida cotidiana al día siguiente. Supongo que esa es la idea; si vuelves, al menos no volver siendo lo mismo,
y en ello estoy.
Ana Gorostizu, El arte sin órganos, La Caja Books, pp. 126-127.