Siempre he sido un mirón. Me encanta mirar a la gente por la calle: lo que hacen, lo que ven en el móvil en el metro, los perros que pasean. Cuando trabajaba de periodista le daba salida a mi voyeurismo por ahí —miles y miles de whatsapps enviados a mí mismo sobre cosas absurdas que hice o vi hacer en el gimnasio, en festivales, en el Museo de la Felicidad— y supongo que, desde que ya no trabajo de eso, la pulsión mirona ha ido abriendo otros agujeros por los que escaparse.
He creado este Substack para ir recogiendo lo que sale de ahí últimamente, que por suerte o por desgracia no es poca cosa. La forma cambiará —un cuento, un ensayo, un documentalillo— pero el fondo es siempre el mismo: yo vampirizando sin remordimiento las anécdotas de mi amigas pero añadiendo un dragón para que no se note, transcribiendo a todo correr una conversación graciosa mantenida por teléfono en el transporte público por un desconocido que poco imagina la clase de rata que lleva sentada junto a él, grabando —insisto— perros por la calle.
Empiezo a escribir esto en el último trayecto en bus de un viaje de varios días por Alemania en el que no he mironeado tanto como esperaba.
Será
porque ando pensando bastante últimamente en un documentalillo que, si todo va bien, cerraré a final de año y del que me gustaría escribir pronto aquí porque nace de un proceso creo que aceptablemente trambólico: grabé horas de material con el móvil en un viaje que hice solo a Brasil en julio y voy a juntar a dos exmiembros de mi exbanda de post-hardcore para ponerles los vídeos delante sin contexto previo y montarlos entre los tres como hubiéramos compuesto una canción en nuestros tiempos, de oído/a ojo y según vaya saliendo la cosa.
porque se me atascó el rollo de película en la cámara analógica al segundo día y solo me dio para echar un futurible carrete Ostalgie que supongo habré revelado e incrustado por aquí algunos días después de escribir esto, ya en Madrid —the time is out of joint: O cursed spite!—.
porque le he dado alguna que otra vuelta a mi propia mironidad después de encontrar por sorpresa una fiesta de techno increíble dentro de una cabaña de tres por tres en Berlín y no poder registrarla porque un chaval nos puso unas pegatinas azules en las cámaras del móvil.
porque, por lo visto, a la mala hostia by default de los alemanes hay que sumarle un especial recelo con la cuestión de la protección de datos y demás. He ido aprendiendo en mi escasa trayectoria haciendo fotos a extraños por la calle que el resultado es a menudo mejor cuanta más cara le echas al asunto (o, al menos, que si no pides permiso te ahorras abrir la puerta a que te digan que no). Pero entiendo también que mi amiga y anfitriona Sara tenía pocas ganas de pelearse por mí —no entiendo ni una palabra de alemán— si alguien se me ofendía por grabarlo paseando a su perrete. (La murga que puedo llegar a dar con los perros es considerable, de hecho tengo desde hace poquillo esta cuenta secundaria para vídeos de perros esperando que hago o me pasan; la foto del Substack, sin ir más lejos, la he sacado de ahí.) Se me ha disuadido en este viaje incluso de sacar una foto del porche demencial de una tienda de lápidas solo porque el dependiente me estaba viendo desde el otro lado del cristal, no digo más.
Porque grabar a extraños por la calle en audio es menos cantoso ¿y menos enjuiciable? que grabarlos en vídeo, dejo por aquí uno de mis documentos favoritos del viaje: un minuto de niños alemanes de excursión en autobús al Völkerschlachtdenkmal de Leipzig, tremendo monumento. Espero que te guste. Estoy hasta el higo de escribir en mi vida en general, así que de veras me gustaría que esa tercera pata de férula de descarga, la de los documentalillos, tuviera cierto peso, y en eso estamos. Este, humildemente, me parece un archivo un poco bonito y ni Dios me convencerá de que ahora al audio también se aplica la protección de datos.
niñosleipzig.mp3
Venga, ¡hasta la próxima!
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