Quería contarte que estuve en Barcelona viendo la obra última de Angélica Liddell. La obra duraba cinco o seis horas, así que antes de que empezara compré en la puerta del teatro un botellín de agua y unos cacahuetes, pero luego me dio vergüenza comérmelos. Angélica monologaba y monologaba sobre manos cortadas y rodillas rotas y escupitajos y «las heces del horror y la locura», y comprar la casa donde un padre apuñaló a unas hijas para hacer el amor en la alcoba donde hubo más sangre y sobre la perra Nefertiti follándose a no sé quién o al cadáver de no sé quién, y luego despellejaron a un conejo en escena y arrancaron las escamas a un par de peces, pero a mí, la verdad, me pudo el apuro de elevar sin querer un crrrac al masticar unos cacahuetes.
Pensarás que a Angélica —a Catalina Angélica, ¿sabías que en realidad se llama Catalina Angélica González Cano?; dijo también su DNI durante la obra y lo apunté— le importaría tres mierdas si me comía o no me comía un cacahuete mientras ella le deseaba la más horripilante de las muertes a la expareja a la que iba dedicada la obra, y se bañaba en vino y en leche y hacía desfilar a las actrices desnudas a cuatro patas por el escenario persiguiendo una chuchería de estas que pican un poco, pero resulta que no. O sea, que sí, que sí le importaba. No el asunto de los cacahuetes, en concreto, puesto que no me los comí y eso ya nunca lo sabremos ni tú ni yo, pero resultó que en aquel monumento al dolor de una persona y al desprecio hacia otra que se extendió durante un cuarto entero de día —¡ojo!— los que no éramos ni una persona ni la otra sí que importábamos un poco.
Durante la obra no escuché el crrrac de ningún cacahuete, pero sí oí muchas risas. Risas supongo que inapropiadas, aunque, dirás, ¿dónde está la raya de lo inapropiado en una pieza en la que ocurren todas las cosas que me has contado antes? Yo no lo tengo muy claro, la verdad, pero igual Angélica Liddell sí. Me dio la sensación de que se molestaba un poco más con cada bufido de risa ahogada que le llegaba desde el patio de butacas, y entonces repetía la misma frase que acababa de declamar de forma aún más histriónica que antes, y ahí los bufidos se volvían carcajadas sin reparo alguno, y Angélica volvía a repetir la frase, como queriendo subrayar que cada momento de aquella relación fatídica que sacaba a pasear ante nosotros pintaba un rastro de sangre oscuro y grotesco en la madera y que aquello no tenía ni puta gracia, y una señora de pelo platino justo detrás de mí se partía los cojones de ella y sus terroríficas historias de amor.
A mí me incomodaron mucho aquellas risas, tanto que casi diría que el primer acto de la obra ni siquiera me gustó. Me lo pasé entero pensando en cómo podía tanta gente reírse de cosas que a mí me estaban dando unas ganas horrorosas de llorar y atormentado por la bolsa de cacahuetes que palpitaba con reproche en el bolsillo de mi chaqueta como el corazón delator del cuento aquel. Pensé mucho en qué opinarías tú de esto. Luego salió un cuervo amaestrado a posarse sobre un ataúd y me contaron que se llamaba Satanás y me pareció bastante majo. Hace muchos años me atacaron unos cuervos en un bosque a las afueras de Dublín, ya ni siquiera me acuerdo de si te llegué a contar esto alguna vez. Supongo que sí, porque me gusta mucho contar esa historia. Pensé que igual Satanás volaba hasta mi butaca a sacarme los ojos si le llegaba el olor a comida, así que ahí descarté por completo lo de los cacahuetes.
Después de aquello las risas aflojaron y yo me lo pasé mucho mejor. A partir del segundo acto, el ambiente cambió tanto que el texto parecía otro. Lo que había sido todo gritos, punchlines y trap a toda leche en la primera parte se convirtió en algo mucho más vulnerable. Angélica —Catalina Angélica— se sentó sola en una silla en el centro del escenario y terminó de abrir las puertas de un infierno afectivo que dolía todavía más en aquella intimidad. Ahí se oyó una tos, cof, nada grave, seguimos. «Ha tenido que morir mi padre, y ha tenido que morir mi madre», y de repente otra tos, cof, cof. Bueno. Salió una pareja, vestidos de novia y novio, e hicieron como que él la mataba a ella en distintas posiciones; luego algunos ancianos en pelotas y un hombre altísimo bañado en algo parecido al alquitrán. Aquí el canon de toses que se estaba improvisando en la platea ya era imposible de obviar. Angélica seguía cortándose en trozos y disponiéndolos para disfrute del público, confesando deseos de morirse ella o de matar al otro o ambas cosas por un amor que de amor no tenía nada mientras rebozaba al hombre alto en montones de granos de arroz blanco que vertía sobre él y que se le quedaban pegados en la piel alquitranada mientras convulsionaba con violencia en el suelo. Cof, cof, cof, cof, se oía por todas partes.
—Mira, me tenéis hasta el coño. —Angélica salió con brusquedad del personaje, si es que alguna vez estuvo dentro de alguno, para dirigirse a nosotros. Se hizo el silencio y mi vergüenza de repente era la vergüenza de todo el teatro. Angélica y su reparto miraban implacables al público con los brazos en jarras y bañados en alquitrán y vino, la obra ya completamente abortada. Había, sin embargo, en algún punto del teatro una tos que no se apagaba. La gente se revolvía en sus asientos, tratando de encontrar el origen de aquel último cof, cof, cof irreductible. Yo no me moví, pero veía cómo, desde las primeras filas, la gente escrutaba en la penumbra alguna de las butacas del fondo, donde el pobre diablo seguía tosiendo sin remedio. «¡Es este!», exclamó alguien al fin, y se encendieron de pronto las luces. Me contaron el otro día, por cierto, que los cuervos te la juran para toda la vida. Si los ofendes de cualquier manera, se acuerdan de tu cara y prometen joderte en cuanto se les presente de nuevo la oportunidad. Es un sentimiento que les dura para siempre, aunque sea uno malo. Estoy seguro de que esto te habría conmovido como me conmovió a mí.
Al rato, entre el tumulto, creí notar algo en la cara de Angélica. Había identificado el origen de las toses y sopesaba qué hacer al respecto. El foro enseguida se dividió en dos bandos.
—¡Mátalo, Angélica! —decían unos.
—¡Es solo un niño! —lo excusaban los otros—. ¡Es época de faringitis!
—¡Y qué nos importa eso! —replicaron los primeros—. Muera él para que podamos nosotros al fin descansar. Si su sangre ha de servir para purificar la nuestra, sea. ¡Nos verá el frontispicio del Teatre Nacional de Catalunya salir siendo otros nuevos, más empáticos y conscientes del dolor que infligimos a los demás en nuestro paso por la Tierra! No es otra cosa vivir.
Convencida, Angélica hizo una señal con la mano a Satanás, que emprendió un vuelo raudo hacia el fondo del auditorio. Los miembros de uno y otro bando torcieron el cuerpo en sus butacas, siguiendo al animal con la mirada. El niño ni siquiera gritó mientras el cuervo le vaciaba las cuencas de los ojos con su pico negro, solo insistía: cof, cof, cof. Yo quise girarme también a mirar, pero me aterró la idea de encontrarte allí sentada entre la multitud, mirándome de vuelta.
Yo también he ido a ver una obra de Angélica Liddell y es toda una experiencia.
Aquella vez descuartizó a varias personas del público al acabar, fue un buen final.
Ahora tengo ganas de comer cacahuetes 🥜